DESPUÉS DE LA TORMENTA…

Quien lea esta frase muy probablemente se sienta tentado a completarla con las palabras… “llega la calma”, dado que así reza un dicho tan conocido como éste. Su significado es sencillo y esperanzador, pero aún puede llegar a encontrarse mayor riqueza en esta simple frase, lo que puede llevar a considerarla con mayor convicción y a obtener mayor provecho de ella.

Siempre debemos recordar que con la actitud apropiada y la mentalidad correcta, muy probablemente encontraremos alguna pepita de oro (beneficio) donde otros la han pasado por alto, o tal vez hayan encontrado sólo arena (pérdida o desencanto) y suelo árido (frustración).

Cuando una persona se encuentra en la tormenta, lógicamente sólo puede concentrarse en la emergencia y normalmente no tiene tiempo ni puede dedicar fuerzas a pensar en el “después de la tormenta”, en preguntarse algo así como “si llegará la calma a tiempo” o en “esperar a que llegue la calma”.

La persona sólo está preocupada por el ahora porque está sumergida en la tormenta y no sabe si sobrevivirá a ella; se encuentra desesperada en medio de la crisis y su interés sólo se remite por el momento como dicen los marinos y en todo caso si sabe cómo hacerlo, a “capear el temporal” y lograr sobrevivir.

Pero cuando los marinos “capean el temporal” no se resignan solamente a esperar que pase; “capear” o “poner una capa” sobre el asunto significa sobreponerse a la situación con habilidad, es decir que ellos maniobran y luchan para disponer la nave de tal forma que enfrente al mencionado temporal con las menores pérdidas posibles, sin intentar resistir a la tormenta sino fluyendo con ella para no hundirse. Allí está el secreto de sobrevivir.

Cuando un barco “capea” un temporal no se enfrenta en perpendicular a la ola, sino que navega hacia ella de flanco de forma de llegar a la cresta atacándola en diagonal, o sea en dirección oblicua a la ola, y bajar lentamente por su costado, para que el barco suba y baje lo menos posible, amortiguando el movimiento, subiendo y bajando suavemente en lugar de incrustarse en la ola.

Pero ahora hagamos un alto en el análisis para que te cuente una insólita y breve historia personal: cuando yo era apenas un niño, sentía un gran temor por el agua. Si bien comprendía que la mejor manera de sobrevivir al agua era aprendiendo a nadar, el proceso de nadar me parecía un mecanismo tan antojadizo y complicado que quien sabe por qué razón, yo pensaba que nunca iba a aprender a moverme con esa sincronización: mover los brazos y piernas a ritmo, tratando a la vez de respirar sin tragar agua y sin hundirme, todo lo cual me aterrorizaba porque me significaba una empresa en la que yo creía que me jugaba la vida.

Muchos años después, en un amoroso diálogo con mis Guías, ellos me contaron que en mi vida anterior a ésta, yo había servido en un buque francés durante la guerra y habiendo fallecido joven por problemas pulmonares, mi cuerpo debió ser arrojado al mar, el que así resultó ser mi sencilla tumba. Entonces allí comprendí mi miedo natural al agua, mientras que otros niños de mi edad jugaban y nadaban sin preocuparse.

Sin embargo, con un poco de temor, yo me animaba en las tardes de verano a meterme con ellos en una parte del río en que el agua mansa sólo me llegaba un poco arriba de la cintura. En el fondo del agua transparente (agua del río de aquel entonces) podían verse las piedritas de colores y un día mis compañeros me animaron a agacharme tapándome la nariz para atrapar alguna de color particular, tal como ellos lo hacían.

Así, con mucho miedo, pero disimulando frente a ellos hundí la cabeza en el agua y entonces me di cuenta que con los ojos cerrados nunca lograría localizar la piedrita, por lo que ellos, entre risas, se dieron cuenta y me incitaron a que abriera los ojos en el agua, asegurándome que nada me pasaría.

No sé si por inocencia o por vergüenza, decidí hacerles caso, pero resultó que hacerlo en lugar de una tragedia fue una inmensa satisfacción para mí: de pronto ¡había logrado el increíble milagro de poder ver estando bajo el agua!

Tanto me entusiasmó mi “gran hazaña”, que luego de pie, me la pasaba conteniendo la respiración, agachándome y hundiendo la cabeza en el agua para inspeccionar el fondo del río; cuando el miedo de pronto podía más que mi voluntad, me ponía de pie de inmediato hasta que tras muchos intentos bajando hacia el agua, en un momento se me ocurrió experimentar el sentarme en el fondo del río.

Traté, traté y traté, pero me resultaba imposible y siempre terminaba llevado a la superficie, porque por una cuestión de densidades el agua me empujaba a la fuerza hacia arriba, y entonces comprendí que uno no podía mantenerse hundido en el agua a menos que se hiciera el esfuerzo y se nadara para mantenerse abajo. Cuando quería emerger, simplemente me dejaba llevar y el agua me llevaba a la superficie.

Fue así como, a contramano del mundo (para variar) aprendí a contener la respiración y a nadar bajo el agua con los ojos abiertos, pero ¡caramba!… ¡Aún no podía hacerlo en la superficie! Suena algo estúpido ¿verdad? Pero tal cual así era mi legendaria y poseidónica historia con el agua, hasta que convencido de que no podía hundirme, fui animándome de a poco a hacerlo en la superficie en lugar de abajo del agua.

¿A qué viene esta narración? A observar varios puntos importantes que muchas veces no tomamos en cuenta. Como ejemplo diré que primero, he comprobado en mi vida que muchas de las cosas que no podemos hacer se deben a que “creemos” que no las podemos hacer.

Segundo, se dirige a que podemos utilizar un medio desafiante o una situación límite en la que nos encontremos como trampolín para lograr otra cosa ventajosa e inesperada, capeando el temporal.

Tercero, que ese “temporal” al que nos vemos de pronto sometidos nos puede enseñar algo nuevo o llevarnos a aprender algo que creímos que nunca íbamos a aprender, a controlar o a superar.

Cuarto, que la vida permanentemente está proponiéndonos vivir aunque a veces sintamos ganas de morir; nos levanta y nos hace flotar aunque tengamos la intención de dejarnos hundir.

La vida no quiere matarnos, quiere que la vivamos. Todo esto lo comprendí más tarde, de a poco, por similitud y gracias a mi miedo al agua. Entonces, cuando llega la tormenta, y mientras estamos totalmente convencidos que más tarde llegará la calma, lo apropiado mientras tanto no es desesperarse sino abrir bien los ojos aunque estemos bajo el agua, para tener claridad de dónde estamos ubicados, y aprovechar para “hacernos de la piedrita de colores” que aguarda allí a ser rescatada como trofeo y que más tarde, posiblemente nos significará el aprendizaje de una nueva experiencia, que tal vez sin haber pasado por esa “maldita” tormenta, nunca hubiéramos descubierto que allí estaba.

Y aún si dicha piedrita solamente nos sirve de pisapapeles, el sólo verla nos recordará que pudimos superar aquella tormenta que supo al menos dejarnos algún beneficio, y que por lo tanto, podremos encarar la siguiente que pueda venir, buscando hacernos con el mayor beneficio posible, sin miedo y con muy buenas probabilidades porque ahora contamos con la experiencia vivida, además de tener la certeza que… después de la tormenta, sin duda llegará la calma.

El Sendero Del Ser. Bendiciones. Leo

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